Elegía para hombres que aún viven

María Sara Villa

Elegía para hombres que aún viven. 

 

“La danza es cualquier cosa que le mande a uno la vida”. 

María Sara Villa. 17 de agosto 2020

Parte 1: biografía de la danza

Medellín, años 80. Nada fácil. Una ola de violencia, narcotráfico y malas noticias se vivían en la ciudad a la par de los nuevos descubrimientos y emociones de un despertar importante de las artes escénicas en la ciudad. Por un lado, el mundo real, el difícil, el de la tristeza, la desesperanza; por el otro, la alegría de los estudios de danza, el nacimiento de teatros, de obras, de nuevos movimientos y pasiones en el cuerpo y en la escena. En medio de este panorama citadino estuvo María Sara Villa Evans, bailarina desde la infancia, hija de la casa de los Villa, los de la Loma de las Brujas en Envigado, testigo de la transformación del arte en la ciudad, amiga y cómplice de artistas como Jorge Holguín, Fernando Zapata, Darío Parra, Elsa Borrero, Mónica Farbiarz, Gustavo Llano, entre otra cantidad de personalidades de la escena de Medellín. Ella, que es la protagonista de este relato, también es uno de los motores de este proyecto y, curiosamente, es la excusa para contar cómo se vivió la danza en un momento de la ciudad, con quiénes se cruzó en el camino y cómo la violencia tocó fuertemente su vida con el secuestro y asesinato de su padre, Álvaro Villa. 

María Sara tiene una sonrisa acogedora, unas palabras cálidas, un corazón generoso. Nos encontramos por video llamada (ella vive ahora en Arizona, EEUU), y su ímpetu se hizo sentir desde el inicio. Nació en Medellín y desde pequeña sus padres le inculcaron fuertes valores artísticos y estéticos, despertaron en ella una curiosidad por la música que terminó llevándola a quedarse con el estudio de los movimientos de su cuerpo. En ese entonces estaba la academia de Silvia Rolz, una locación fundamental en esta historia, pues a medida que crecía entre el ballet y la escuela, conformó su grupo de amigos y cómplices de la danza, entre ellos el maestro del ballet de Medellín Darío Parra (Q.E.P.D).  La familia Villa fue una de esas referencias importantes para el desarrollo del arte y la cultura en la ciudad, ellos con un alma dadivosa, ayudaron de muchas maneras a grupos de teatro, maestros que llegaban del exterior, proyectos de danza, artes plásticas, música y demás. Entregaron gran parte de su vida familiar al desarrollo comunitario de la zona de Envigado en la cual vivían y dejaron en sus hijos un legado que María Sara no deja debilitar ni desaparecer: un amor y entrega absoluta al arte, casi como un acto de fe. 

Los años juveniles de María Sara transcurrieron entre un estudio que le había hecho su papá y el salón de danza de la escuela de Silvia Rolz, bailando Serenade de Balanchine y otras creaciones que su maestra realizaba con otros de sus bailarines como Claudia Cadena y Beatriz Gutiérrez. Ella recuerda que Silvia viajaba todos los años a Nueva York para aprender y llegar con material nuevo a su escuela, en uno de esos viajes trajo consigo a la danza moderna, la cual cautivó por completo al grupo de bailarines de su escuela. Allí comenzó un despertar de la curiosidad por aquello que estaba en tendencia en un referente de la danza como Estados Unidos, esta nueva formación les abrió el panorama a otras posibilidades del movimiento que de a poco también encontraron en la ciudad, “siempre creí que los paisas no teníamos nada que envidiarle a los gringos”, dice María Sara al recordar que las búsquedas modernas y contemporáneas también ocurrían en el país.

Ella desde muy joven tuvo la oportunidad de vivir entre Estados Unidos y Colombia, pasaba en las ciudades diferentes temporadas del año y su afán por regresar se traducía en la emoción por llegar al estudio a enseñar todo lo nuevo que había aprendido. A medida que crecía, se fueron abriendo otros espacios de danza moderna y contemporánea en la ciudad como el de Peter Palacio, donde también se formó durante un tiempo y quien posteriormente sería fundamental para la creación de la obra que nos convoca en este relato: Elegía para hombres que aún viven. 

En algún momento de su juventud, Darío Parra la invitó a ver una obra de danza teatro en el MAMM y allí conoció a Jorge Holguín, con quien hizo una amistad entrañable y trabajó en diferentes talleres y proyectos. Holguín también trabajó en aquel entonces con Gustavo Llano, Fernando Zapata, Mónica Bustamante para crear la obra La Patasola, estrenada en algún festival parisino de aquel tiempo. Después de la experiencia con Jorge, con quien mantuvo una correspondencia continua, (pues María Sara conoció sus ideas y proyectos de aquel momento), ella decidió irse a Londres en donde descubrió y estudió la técnica de Feldenkrais con la cual se vinculó de manera inmediata y se convirtió en la profesión de su vida. María Sara siendo muy joven, comprendió que la sanación por medio del movimiento, era un camino que recogía todas sus curiosidades y a este se ha dedicado por mucho tiempo. Sus estudios en Londres vincularon todos sus estudios y aprendizajes de la danza que había recibido en Estados Unidos, pero que siempre amó en Colombia, “encontré lo que quería hacer, la danza es un elemento sanador”. 

María Sara narra que aprendió muchísimo de Holguín, de sus talleres en Medellín en los cuales la técnica era un asunto mucho más libre y experimental, pues él mezclaba todo lo que había aprendido en la vida (incluyendo las matemáticas, la literatura, el teatro, entre otras). María Sara nos cuenta que apenas nacían en la ciudad esas obras performáticas de unas exploraciones que se vinculaban al video, al teatro, a las artes plásticas y a otros universos del arte que de a poco se fueron mostrando para quienes se sintieron dispuestos a transformar su danza, y estas acciones se vieron influenciadas por la presencia de Holguín en la ciudad. También es importante en este momento de la historia, reconocer que la historia de María Sara atraviesa a muchas personalidades y permite entender la huella que dejó Jorge Holguín en Medellín, pues a partir de su taller y luego del regreso para montar La Patasola, impregnó su carisma y pasión creativa, lúdica e innovadora para aquel momento, impulsó a quienes crearon academias de danza, teatro, musical, luego de conocerlo, o siguieron indagando el movimiento de manera más abierta y menos regida por las técnicas moderna o del ballet, como en el caso de las artistas Elsa Borrero y Mónica Farbiarz, ambas más cercanas a lo performático, pero quienes de manera temprana incursionaron en la videodanza. Otro de los eventos que recuerda María Sara como fundamental para su conocimiento de la danza, fue un taller con Elsa Borrero, en el cual “nos bajó del mundo vertical del ballet para ofrecernos otra exploración del movimiento”. 

Para continuar con la historia, nos ubicamos en el año 1989. María Sara se encontraba de vuelta en Estados Unidos estudiando Feldenkrais y ocurrió el evento que transformó su vida. Secuestran a su padre Álvaro Villa. Aquel benefactor del arte, la cultura y la comunidad había desaparecido y las alarmas de la violencia se mezclaron con aquel mundo de la danza en el que ella existía. La tragedia llega con fuerza a su familia y regresó a la ciudad para ocuparse junto con sus hermanos y su madre del asunto. En este tiempo María Sara se encerró en el salón de danza que su papá le había creado, entre la angustia y los eventos difíciles para su familia, ella comenzó a encontrarse allí con sus amigos de la danza para crear movimientos, para enseñarse unos a otros las técnicas que conocían y les interesaban, y de a poco a traer a la luz la obra que conmemora a su padre. Esa desazón, dolor, tristeza, incertidumbre, la danzó todos los días en su estudio. Poco a poco Elegía aparecía mientras la esperanza desaparecía. Al proceso se unieron varios bailarines como Darío Parra, Mónica Farbiarz, Dora Arias, Roberto Navas, Fernando Zapata.

Parte 2: Elegía para hombres que aún viven

Discutió el nombre con el diseñador gráfico porque elegía es un homenaje a los muertos, pero precisamente, en el corazón de todos, ellos aún viven.

Era julio de 1989, ella se encontraba en Washington cuando le anunciaron que papá había sido secuestrado e inmediatamente se regresa a Medellín. Para febrero de 1990, la inminente fatalidad estaba confirmada. Su padre estaba muerto y además su gran amigo y cómplice, Jorge Holguín. El tiempo estaba en contra suya y de su familia pues la violencia del país tocaba a su puerta y había que protegerse. La urgencia de salir corriendo del país acosaba a María Sara, pero su deseo de bailar, crear y culminar la obra, la retuvo durante un tiempo. La urgencia también estaba en hacer un homenaje desde el cuerpo, desde el movimiento, desde las palabras y la música, todo aquello que constituyera el desarrollo de la catarsis, de la sanación, del poema escénico que su padre merecía. Con la ayuda de tantas personas que admiraban a su papá, gestionaron los recursos para su presentación y se sumaron personalidades como Alberto Correa, Lucía González “la Mona”, y otras personas del gremio institucional de la cultura. 

La obra fue una especie de collage en el cual la música, el teatro, la poesía y la danza se tomaron un lugar para estar y expresar sus sentimientos como elegía. María Sara que fue más una coordinadora de las acciones, estuvo en su salón de ensayo junto con Dora Arias, Lindaria Espinosa, Mónica Farbiarz, Alina Isaza, Roberto Navas, Darío Parra y Fernando Zapata. Cada uno se encontraba en una exploración que no sabían exactamente qué era ni cómo llamarlo, era claro que en el movimiento (y más aun para María Sara por su formación), era una especie de sublimación del dolor, era un pensamiento y tristeza junto con todo un despertar del cuerpo y el movimiento que se dirigía a una búsqueda individual del ser artista. Las coreografías dejaron de estar enmarcadas en las definiciones clásicas o modernas, y más bien de a poco se fueron convirtiendo en una contemporaneidad del movimiento en la cual confluyeron las experiencias escénicas con Jorge Holguín y el dolor de la realidad en la ciudad. Por esta razón la obra fue una especie de ritual; un paso, un umbral, un despertar, una transformación a otro estado de la vida y del arte. La obra tenía un objetivo: homenajear, y en ese sentido se presentó en un orden variado entre espacios de danza, de música, de teatro (con Rodrigo Saldarriaga y Fernando Zapata) y más danza, esa que ya eran sus propias creaciones, sus cuerpos y movimientos, sus decisiones y caminos.  

Crear y presentar la obra fue un grito de vida, de anunciar que seguía en pie. En la Medellín violenta las bombas continuaban explotando y el temor de salir de noche se resumía en mantener una amenaza de muerte. María Sara no esperaba mucho público, no esperaba que nadie fuera a ver el homenaje a su padre en el centro de la ciudad en la noche, sin embargo el teatro Pablo Tobón Uribe estuvo con su aforo completo, el sector cultural unánimemente aplaudía y lloraba la pérdida de Álvaro Villa. Los niños de la urbanización  donde vivían los Villa cantaron el coro final, el vecino Juan Carlos Garcés, gerente de una de las primeras productoras de televisión en la ciudad, apoyó con la grabación y así cada persona conocida aportó en la realización de la obra. Peter Palacio, cumplió las veces de productor general, coordinando la escena. Sara, más tejedora que directora, participó en algunas escenas,  la que fue dedicada a Jorge Holguín y otras con Mónica Farbiarz.

Algunas personalidades de la danza despotricaron de la obra, quizás fue muy moderna para su gusto clásico. En el año 90 generó revuelo en el medio porque también era un formato que comenzaba a abrirse paso en una Medellín que comenzaba a explorar con movimientos más posmodernos, contemporáneos y de una naturaleza más performática.  Sin embargo la mayoría de voces que hablaron sobre Elegía reconocieron no solo el valor emocional sino también el valor artístico de la obra. 

La vida de María Sara ha seguido entre irse y regresar. Luego de creada y presentada la obra abandona el país y va para su segundo hogar: Estados Unidos. Allí estuvo un tiempo y luego regresó a Manizales donde impartió algunas clases de exploración corporal y realizó coreografías para algunas obras, No obstante, la violencia volvió a arreciar y desde entonces vive en Estados Unidos con su esposo y sus dos hijos. Una vez instalada nuevamente en el exterior, abandonó la danza por un tiempo y se dedicó a su familia, años después regresó al mundo del movimiento gracias a una experiencia en el preescolar de su hija y retomó sus indagaciones corporales y su ser artista.  

Elegía fue una experiencia que indudablemente para muchos, partió sus vidas en dos. Para María Sara la experiencia creativa, la sanación por medio del movimiento, el tiempo de descanso y muchas otras vivencias, fueron los insumos para reencontrarse nuevamente con su pasión por la danza. De allí en adelante se ha interesado por los lenguajes del movimiento que se hacen de forma aérea, en telas, trapecios y aros, probablemente una manera de su alma para tomar vuelo con quienes aún viven.

Elegía para hombres que aun viven fue la obra que nos impulsó a emprender la labor de REC. Hace un año cuando nos preguntábamos sobre los creadores en danza en Medellín, por quienes realizaron obras que han pasado desapercibidas, Sara Villa surgió en la conversación. Su obra, una catarsis colectiva en el sentido griego y ritualístico, trascendió no solo la emocionalidad de un gremio cultural dolido por el secuestro y la muerte de un cultor en la ciudad; sino que convocó a bailarines, artistas, exploradores del movimiento de diferentes lenguajes y técnicas para realizar una obra que representó la colectividad en una amalgama de técnicas y formas expuestas en diferentes escenas que hacían homenaje a los hombres que habían muerto. Con su obra emprendimos un camino en el cual comprendimos que inevitablemente la creación en el arte expandido, mantenía una estrecha relación con los contextos sociales, políticos y económicos colombianos que están siempre llenos de eventos inesperados, de sucesos imprevisibles y de una especie de azar que en ocasiones funciona y en otras solo permite el abandono de ideas. Sin embargo, escribir ahora sobre Elegía para hombres que aún viven, es una manera de traer a la luz la calidad artística de Medellín en los años 90 y de homenajear nuevamente a los hombres y mujeres que permitieron elaborar un camino del arte que ahora nosotros podemos transitar. 

Los cuerpos expandidos de sus presencias.

Transitar el dolor, la ausencia, la espera, la incertidumbre.

Durante los meses del secuestro de su padre, María Sara Villa se danzó estas emociones, sublimó su pena, y en compañía de quienes se iban sumando a su causa, Elegía para hombres que aún viven, transfiguraba la pérdida por una esperanza entre las artes.

Elegía para hombres que aun viven es la culminación de una indagación experimental que comenzó en María Sara Villa, años atrás y se fortaleció en el encuentro con personas como Jorge Holguín. En una ciudad sitiada por la violencia, donde los límites territoriales estaban demarcados por ‘las bandas’ criminales; unos aventureros los cruzaban, impulsados por el deseo de la experimentación y sin importar su orilla, se encontraba en el salón de clases, en un estudio, para compartir sus intereses, sus encuentros, sus dudas, sus exploraciones, sin límites, sin bordes, sin diferencias ni distancias, solo bajo la pasión de indagar por unas maneras de danzar por fuera de los cánones de la tradición o el ballet clásico, entre ellos estaba María Sara Villa.

Elegía para hombres que aun viven, es el duelo, la lamentación por la pérdida de seres queridos. En esta obra, María Sara Villa expone sus sentimientos compuestos por actos que poéticamente los revelan. Cada elemento contiene una fuerza simbólica que acerca a la obra a un acontecimiento místico. Es ese espacio de transición, de duelo para despedir a su padre Álvaro Villa, y a su cómplice Jorge Holguín, quien también había muerto. Este paso del umbral, esta sanación catártica convocó artistas, bailarines, músicos, gestores e instituciones de la ciudad, para hacer de la obra un ritual de paso, una ofrenda y una manera de perpetuar la vida de quienes transitaron desde un cuerpo y descarnaron en energía.

Retomando las palabras de su creadora, contrario a lo que es una elegía (poema de lamentación, un canto de duelo), María Sara Villa propone en su elegía una perpetuación del sentido de la vida, del legado de quienes partieron y ya no están, de una metapresencia que trasciende la materialidad del cuerpo hacia una presencia - estar en - el espíritu de los hombres que aun viven.

La acogida de la obra en el teatro Pablo Tobón Uribe, fue como las ofrendas de agradecimiento que se llevan a los lugares sagrados. Contrario a lo que esperaban, el teatro tuvo un aforo total, el ritual había convocado a todas las personas allegadas a Álvaro Villa. La ceremonia de despedida, en el sentido sagrado, fue una puesta en escena, que a la manera de un ritual se desarrolló en actos-en pasos-en momentos, para culminar con la despedida y el agradecimiento.

Por algo cercano a una hora de duración, los momentos en la obra sublimaron las presencias de quienes ‘aun viven’. Pero más allá de terminar al caer el telón, la obra perpetúa en el tiempo la existencia de sus amados hombres. Una entrega, una despedida, un dejar partir, pero a la vez un recibir en los corazones de los asistentes.

Diversos lenguajes de la escena, se encontraron para que cada uno a su manera explora en el movimiento, en la actuación, en la danza; una manera de sanar y sanarse. El monólogo, la danzateatro, el coro de niños, el ballet, la danza orientalista y la danza abstracta, expusieron sus cúlmenes, sus puntos de clímax en las exploraciones previas que realizaron durante meses en la sala de ensayos de María Sara Villa.

A partir de esta obra, muchos de sus bailarines migraron de la ciudad, y todos continuaron indagando en la dirección que Elegía les había movido en su interior; María Sara Villa con la sanación a través de la danza; Darío Parra con su amor por el ballet; Mónica Fabriarz con las propuestas de danzateatro y videodanza; Fernando Zapata con sus magistrales obras de danzateatro e intermediación de lenguajes; destacando también la participación de Rodrigo Saldarriaga, Dora Arias, Lindaria Espinoza, Roberto Navas, y Alina Isaza.

La muerte no se lleva lo aprendido, en cambio, música, danza y poesía eternizan las proclamaciones de justicia. Metapresencias, porque transciende el cuerpo de quienes no están, y a la vez, transciende unos marcos de cuerpo contenidos en la Medellín de aquel momento, para crear libremente, sin límites.

Investigación realizada con el apoyo del Programa Nacional de Concertación cultural.

Revista Paso al Paso, 2020. ISSN: 2711-4783 (En línea).

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